jueves, 19 de mayo de 2011

OSAMA BIN LADEN: LA JUSTICIA Y LA GUERRA


Luego del ataque que organizó el ahora abatido Osama bin Laden contra los Estados Unidos en 2001, Colin Powell, entonces secretario de Estado de ese país, declaró que se llevaría a los responsables a la justicia. La respuesta de un columnista norteamericano fue: "A la guerra, no a los tribunales".

Y Estados Unidos partió a la guerra. Un mes más tarde invadió Afganistán, donde se albergaba a Al Qaeda, la organización dirigida por Bin Laden, luego de darle un ultimátum al gobierno de los talibanes. La comunidad internacional avaló esta intervención como una forma de defensa propia, porque con el apoyo afgano Bin Laden operaba impunemente. No obstante, el modo como se ha conducido ese conflicto ha generado muchos reparos y en tiempos recientes la situación en terreno se ha complicado al extremo. Así, más tarde, en 2003, EEUU invadió Irak, esta vez contra la oposición de la mayoría de las naciones.

A partir de ese entonces, el gobierno de George W. Bush fue forjando la idea de una "guerra contra el terrorismo": un conflicto contra un enemigo difícil de determinar y de duración indefinida. En nombre de esta "guerra" se cometieron muchos abusos y se intentó justificar la tortura, junto con debilitar otras normas propias de un estado de derecho.

Sin embargo, el hecho de que Bush haya llevado esta idea de la "guerra contra el terrorismo" más allá de lo justificable no quiere decir que no existan en el mundo serias amenazas que no es posible enfrentar debidamente sólo con medios policiales. Esto nos lleva a recordar qué es un conflicto armado.

No cabe duda de que las guerras entre Estados lo son. El problema radica en la línea divisoria entre crímenes y conflictos armados internos. Los criterios para distinguir unos de otros son variados. Sin embargo, la opinión más dominante es que existe un conflicto armado cuando debe enfrentarse una acción violenta para lo cual no bastan las fuerzas y los métodos policiales. Esto último todavía es impreciso, pero es lo más que se puede afinar la idea, dado que la realidad ofrece una gran variedad de situaciones límites.

Por ello, si Pedro avanza con una vieja carabina contra La Moneda, declarando la guerra al gobierno, no hace falta llamar al Ejército. Basta la policía del lugar para reducirlo y enviarlo a la comisaría o al manicomio más cercano. Ello es así, porque la guerra se define por hechos, no por palabras. Si un gobierno dictatorial declara estado de guerra interno sin que la haya, no se aplican los Convenios de Ginebra, los que sí entran a regir cuando hay un conflicto armado real, aunque no sea reconocido como tal.

El problema es que las modalidades de conflicto y los potenciales enemigos (organizaciones de narcos, piratas modernos, entidades terroristas descentralizadas y ubicuas, etc.) evolucionan más rápido que la ley internacional. Tarea, entonces, para la comunidad de naciones la cual, por cierto, no debe echar por la borda principios jurídicos sagrados, sino adaptarlos a las nuevas realidades. Si no llega a estar a la altura de ese reto, el vacío lo terminarán llenando los Bin Laden y los Bush de este mundo.