martes, 21 de agosto de 2012

¿DEBIO ACEPTARSE EL HOMENAJE A PINOCHET?



Treinta y cinco años atrás, un grupo neo-nazi consiguió que la justicia estadounidense le permitiera marchar por un suburbio de Chicago.  La ACLU, la principal organización por las libertades civiles de esa nación, apoyó el derecho de ese grupo a realizar la marcha.
La lógica de la decisión fue la siguiente:  los neo-nazis eran unos lunáticos que se ridiculizaban a sí mismos.  La marcha no produciría un gran impacto (como no lo produjo). En cambio, prohibirla, restringiendo el derecho a reunión y manifestación, era darles una importancia que no tenían ni de lejos y significaba alterar una norma básica de la Constitución estadounidense. 
Si los neo-nazis hubieran intentado lo mismo por esos años en Francia, ni las leyes ni las autoridades de ese países lo habrían permitido. La diferencia se explica por la historia de los países en cuestión:  En los Estados Unidos,  los grupos nazis pertenecen al anecdotario de lo grotesco.  En Francia, las tropas de Hitler marcharon por miles, a paso de ganso, por las avenidas de París.
¿A cuál se ambas situaciones se asemeja Chile?  El asunto tiene que ver, por supuesto con la provocativa convocatoria para un homenaje a Pinochet, en el teatro Caupolicán, el domingo recién pasado, y con las violentas contra-manifestaciones que tuvieron lugar.    ¿Debió prohibirse el acto en el Teatro Caupolicán?  La respuesta se puede detallar en cuatro puntos:
1.  Las leyes chilenas garantizan la libertad de expresión y reunión.  Los que quieran homenajear a Pinochet (algo que me repele profundamente), pueden hacerlo.  Quienes se oponen, también pueden expresar su protesta y disgusto.  El hecho que la dictadura militar no haya respetado la libertad de expresión y reunión (ni tampoco, por supuesto, el derecho a la vida, la libertad y la integridad personal) no significa que la democracia deba rebajarse a ese nivel.  
2.  Quien se expresa por una causa altamente impopular, se expone a expresiones adversarias.   Lo que no está permitido, en uno y otro caso,  es incurrir en violencia contra las personas o la propiedad, o cometer otro tipo de delitos.
3.  Los vándalos de siempre se sumaron, encapuchados, a las manifestaciones en contra del acto y causaron grandes destrozos.  Esta es una acción delictual.
4. Las autoridades deben respetar los derechos ciudadanos, pero tienen facultades para velar porque el ejercicio de los mismos no resulte en actos delictivos.  Era obvio que el riesgo de contra-manifestaciones era alto.  De hecho, el Director de The Clinic, Patricio Fernández, lo vaticinó en un editorial de esa revista,  dos días antes.  Por lo mismo, se pudo y se debió autorizar el acto en un lugar y bajo condiciones que permitieran garantizar el orden.

¿EXCEPCIONALIDAD MILITAR?


Las noticias sobre el mantenimiento del avión de la FACH siniestrado en Juan Fernández han puesto sobre el tapete el tema del secreto militar. Este tópico es parte de uno mayor: la excepcionalidad militar.

Para comenzar por los secretos, éstos existen no para proteger a las instituciones armadas sino a la defensa nacional. Ello es compatible con la democracia y, si se entiende correctamente, con los derechos humanos. De hecho, los tratados internacionales permiten restringir las libertades civiles, entre otros motivos, en aras de la seguridad nacional, pero siempre que ello sea estrictamente necesario, que la limitación impuesta sea proporcional a las exigencias de la situación y que sea compatible con los principios de una sociedad democrática.

La información sobre el estado del avión que transportaba a una mayoría de civiles, no calza con esos criterios. Si la Fuerza Aérea actuó con negligencia o torpeza (lo que determinará el juez), lo que contribuye a que cumpla mejor con sus funciones es que ello se sepa y corrija. Además, los familiares de las víctimas tienen derecho a saber la verdad sobre lo ocurrido y, si se justifica, a obtener reparaciones por el daño sufrido.

Sobre el problema más amplio de la excepcionalidad militar, Chile tiene mucho trecho por recorrer. A medida que la sociedad y la democracia evolucionan, las fuerzas armadas se ven compelidas también a cambiar, pero avanzan con el freno de mano puesto, constreñidas por su historia, su jerarquización y su enclaustramiento social. Sabemos que las instituciones de la defensa nacional no sólo mantienen una función y estructura especiales, sino que además tienen un sistema presupuestario y de seguridad social, así como escuelas, universidades, hospitales, tribunales y conjuntos de vivienda que le son propios. En otras palabras, han vivido históricamente aisladas del resto de la sociedad. Más aún, existen conocidos prejuicios recíprocos entre el mundo civil y el militar. Todo ello es atribuible al conjunto de la sociedad, no sólo a los uniformados.

No se puede dejar de mencionar la responsabilidad de los militares por las condenables violaciones de los derechos humanos cometidas durante la dictadura. Aún vivimos las dolorosas secuelas de esos crímenes. Las nuevas generaciones de mandos castrenses han ido dando pasos para retornar a las fuerzas armadas a su función tradicional dentro de nuestra institucionalidad. Pero aunque ello se lograra plenamente, todavía quedarían pendientes muchos cambios.

Algunas cosas tienden a evolucionar, lenta e insuficientemente: la doctrina sobre la obediencia de las órdenes superiores o la competencia excesiva de los tribunales militares. No obstante, un país que aspira a ser desarrollado requiere bastante más: que el mundo militar se someta al poder civil plenamente y de corazón. Esto es, que no sólo adhiera a una práctica democrática, sino que lo haga con íntima convicción. Ello se irá consiguiendo en la medida en que se emprenda un esfuerzo dual de aggiornamento e integración , por parte de las propias fuerzas armadas y de la civilidad.

sábado, 14 de abril de 2012

LIDERAZGO PARA TIEMPOS DE GRANDES CAMBIOS


Hay tiempos de sosiego político, de crisis y de grandes cambios. Los liderazgos que se requieren para estos distintos períodos son muy diferentes.

Para las épocas de calma y acuerdo social (o, al menos, de resignada aceptación ciudadana) se espera de los líderes políticos capacidad de gestión, honestidad y, ojalá, algo de carisma. En cambio, en momentos turbulentos hay que contar con dirigentes “para todas las estaciones”, no sólo para primavera y verano. Esto supone una dosis inusual de coraje y la habilidad para apuntar allí donde los problemas estarán probablemente mañana, no donde están hoy. En estas situaciones, hacer lo que siempre se ha hecho suele ser el modo más seguro de errar el camino.

En tiempos de cambios todavía mayores, como la transición de una época a otra, los liderazgos se hacen extremadamente difíciles porque, aunque sea muy claro qué es lo que va quedando atrás, no es tan obvio lo que debería reemplazarlo.

Esto es lo que ocurre con las masivas manifestaciones de descontento, en Chile y en otros países. La época de doscientos años que empezó con las revoluciones políticas de fines del siglo XVIII, se agotó con el fin de la Guerra Fría. Cambiaron los sistemas globales económicos y financieros, la fuerza de las ideologías, el mapa político del mundo y la noción tradicional de Estado Nación. Además, como ha dicho Andrés Bianchi, los modelos de antaño (EE.UU., Europa, la ex Unión Soviética, Cuba…) ya no inspiran y los poderes emergentes, como China, no atraen. Sólo ha subsistido el sistema de partidos como canal de representación política, pero sin vitalidad, al modo de un árbol seco en la llanura.

Paralelamente, emergen iniciativas ciudadanas con gran apoyo popular, como nuestro movimiento estudiantil.

Hay un gran pero, sin embargo: Los dirigentes universitarios hasta ahora han podido instalar en la agenda nacional la idea de que nuestro pacto social de los últimos veinte años (para algunos, convenido; para otros, impuesto) necesita sustituirse. Todavía está por aparecer, sin embargo, un liderazgo que no sólo sea capaz de movilizar un “no a esto” sino también convencer a la sociedad sobre un concreto “sí a esto otro”. La tarea no es menor porque es mucho más factible generar acuerdos amplios para oponerse a algo que concordar una alternativa específica.

En todo caso, la segunda etapa de todo gran interregno histórico parece haber comenzado. Cuando una época completa se va dejando atrás, inicialmente las generaciones jóvenes se hallan sumidas en el desconcierto. De allí la actitud de “no estoy ni ahí” que dominó en los años 90. Con el tiempo, sin embargo, empiezan a advertir la necesidad de transformaciones y las oportunidades que tienen para impulsarlas. En cambio, los mayores, por regla general, no logran adaptarse a la idea de la obsolescencia histórica de la época en que se formaron y actuaron. Lo probable, entonces, es que un nuevo pacto colectivo se termine construyendo a tientas y quebrazones, que el proceso tarde mucho tiempo y que quienes terminen liderando la construcción del futuro emerjan sólo una vez que se aquiete un tanto la tormenta.