domingo, 21 de agosto de 2011

¿OTOÑO ARABE?


En México fue Tlatelolco, en 1968. En China, Tiananmen, en 1989. En ambos espacios cívicos hubo manifestaciones masivas que fueron ahogadas en sangre. Entonces no existían las redes sociales actuales que algunos consideran una plaza pública virtual. Podrá ser así, pero esta nueva tecnología de hoy se usa también para convocar a la gente a un lugar perfectamente físico. Así, los indignados madrileños citan por Twitter a la Puerta del Sol; los londinenses, a Trafalgar Square y los santiaguinos a la modesta Plaza Italia, al menos como punto de partida, pues el verdadero sitio de manifestaciones es la Alameda.

Acabo de visitar El Cairo por segunda vez, luego de 27 años. Hallo la ciudad menos polvorienta, tachonada de ostentosos edificios y con sus calles comprimidas por el tráfico vehicular. Voy a la emblemática Plaza Tahrir (Liberación) donde en febrero pasado los egipcios se reunieron por decenas de miles, soportando represión y balas, hasta que renunció Hosni Mubarak. Unos jóvenes en blue jeans controlan los accesos, pero dejan pasar cortésmente a los extranjeros. Han transcurrido seis meses desde el derrocamiento del hombre fuerte de Egipto y este vasto escenario de la segunda y más bullada “primavera árabe”, luego de la de Túnez, sigue poblado de tiendas de campaña donde acampan miles de descontentos. En medio del lugar se levanta un proscenio de recitales musicales. Abundan los letreros en árabe y las ollas comunes.

Dos días más tarde, Mubarak compareció ante un tribunal como acusado. Sin embargo, la casta militar gobierna el país, continúa controlando un tercio de la economía y no da señas de emprender cambios de fondo. Muchos se preguntan si la caída del ex dictador no fue el fusible que saltó, permitiendo que el sistema centralizado y corrupto intente perpetuarse.

Otros aseguran que la “primavera árabe” marca el comienzo de un cambio irreversible. Es tentador encontrarles razón. En Túnez y en Egipto cayeron los gobernantes autoritarios, ante la persistencia de las masivas protestas. El Rey de Marruecos decidió intentar curarse en salud y anunció diversos cambios políticos, además de los que ya había introducido en los últimos años. En Libia, una cruenta guerra civil se prolonga por meses. En Siria, el régimen dinástico de Assad ha asesinado a dos mil manifestantes. Ha habido masivas protestas en Bahrein, Yemen, Algeria, Oman y otros países del Medio Oriente. No se veía un reguero regional de movimientos por la libertad desde el derrumbe de los sistemas comunistas de Europa Central y Oriental, hace ya más de veinte años.

Algo cambia o, quizás debiéramos decir, algo debería cambiar con el paso del tiempo. No puedo evitar esta nota de cautela. Mis visitas recientes a países de mundo árabe me dejan una misma impresión: puede ser que la modernidad permita atajos en el camino hacia el progreso cívico, pero una cosa es recuperar la democracia y otra muy distinta es inventarla desde cero. Las elites de estos países manejan fluidamente avanzados conceptos políticos, incluida la necesidad de un Estado secular. Sin embargo, el Islam, referente fundamental de los árabes de a pie, no ha desarrollado aún nada parecido a un Lutero o un Voltaire. Sí; a la larga seguramente los países árabes irán encaminados hacia cambios de fondo, pero quizás no antes de que estas primaveras esperanzadoras sean sucedidas por varios gélidos otoños.

¿REORDENAMIENTO POLITICO?


“No hay política sostenible sin partidos”. Esta afirmación ha sido desde siempre un axioma del discurso democrático. Se suele olvidar, sin embargo, que el sistema moderno de partidos políticos se estructuró sólo hace poco más de dos siglos. Y sucede que en el tiempo transcurrido desde entonces ha habido cambios muy profundos en materia de organización estatal, sistemas económicos, tecnología, ideologías y valores. Tan profundos que se estima que desde el fin de la Guerra Fría se ha iniciado una era radicalmente distinta. O más bien, ha comenzado un interregno durante el cual los modos de antaño ya no tienen vigencia y los nuevos aún no terminan de configurarse.

Ha subsistido, sí, el sistema de partidos políticos como instrumentos de representación popular, de acceso al poder y de influir en los asuntos públicos. Esta sobrevivencia se explica en parte porque la época que quedó atrás murió por marchitamiento, no por estallido; en tales casos, los cambios se hacen más difíciles y el sentido de urgencia es menos apremiante.

Es curioso que precisamente durante esta fase postrera de la democracia de partidos, haya prosperado en Chile la Concertación por la Democracia, la alianza política más duradera y reputadamente más exitosa de la historia política del país. Esto se explica, en parte, por su sentido de misión de reconstruir la democracia quebrantada y, en parte, por los incentivos del sistema binominal. En todo caso, el transcurso de 20 años y las fatigas de cuatro presidencias consecutivas han desgastado a esta coalición.

¿Y ahora qué? La pregunta atañe no sólo a la Concertación sino al conjunto del sistema político. La vieja apuesta de reordenar el naipe tradicional de los tres tercios (derecha, centro, izquierda), moviendo a la DC hacia una alianza con la derecha ya fue insinuada años atrás por dirigentes de la UDI partidarios de crear un Partido Popular a la española. Recientemente, ha sido reeditada con los dichos del Ministro Hintzpeter sobre las afinidades valóricas que él dice tener con la Democracia Cristiana. Paralelamente, el inminente pacto entre el PS y la DC despertó la inquietud del PPD. Este partido sugirió inicialmente que podría ir a las elecciones con “las organizaciones sociales”; luego moderó su posición, quizás por la dosis de pragmatismo que impone el sistema electoral binominal.

Me parece que estos hechos, así como el perenne llamado a la renovación generacional, pero dentro del cuadro de los partidos que tenemos, son meras burbujas de una cocción de mucho más largo alcance. Probablemente los cambios que vendrán tendrán que ver, en lo sustantivo, con nuevas expresiones de la dicotomía cristianismo-laicismo y de las demandas por superar la pobreza y distintas formas de exclusión social; éstos han sido los grandes ejes históricos de la política chilena. Y en lo organizacional, el reto consistirá en forjar inéditas modalidades de representación y participación popular, en un cuadro político que se tornará progresivamente más encrespado por el creciente malestar de la gente, el cual encuentra formas cada vez más noveles, masivas y ágiles de manifestarse.