lunes, 20 de septiembre de 2010

200 AÑOS: DOS GRANDES TAREAS PENDIENTES


Hay una docena de tratados de Naciones Unidas contra el terrorismo. Estos convenios no contienen una definición de terrorismo sino que se limitan a enumerar las conductas que se consideran como tales.

Sin embargo, los especialistas académicos coinciden en una noción general, según la cual los actos terroristas reúnen las siguientes características: (a) Se usa o amenaza usar la violencia contra civiles o de modo indiscriminado; (b) el fin es ideológico, sea político, religioso o de otro tipo; (c) se procura atacar indirectamente a los Estados, tratando de que hagan concesiones o bien que reaccionen desmedidamente y ello permita a los hechores reclutar nuevos adeptos; (d) a fin de lograr aquello, se busca que los actos tengan amplia cobertura noticiosa.

Dadas estas características, no todo empleo de la violencia con fines ideológicos o de protesta puede ser calificado de terrorista. El que algún acto violento no sea terrorista no lo hace necesariamente legítimo. A veces puede serlo, como, por ejemplo, la rebelión armada frente a una tiranía, si se trata del último recurso disponible. Pero más frecuentemente, cuando existe violencia no terrorista, se tratará de un delito común o bien de un crimen de guerra.

Los delitos contra la propiedad, como la ocupación de fundos o el incendio, a los cuales han recurrido algunas organizaciones mapuches, pueden tener un propósito político, pero no por ello son necesariamente terroristas, contrariamente a lo que establece la ley chilena. El resultado de esta calificación excesiva es que las penalidades son mucho más elevadas que las que acarrearía aplicar el Código Penal.

Se concluye que la violencia ejercida por grupos mapuches para hacer valer sus reivindicaciones no es legal; no obstante, no se justifica castigar siempre los incendios que han perpetrado como delitos terroristas.

El punto más de fondo, por supuesto, es el de la desidia del Estado chileno, por décadas y siglos, de cara a los derechos de pueblos indígenas. Frente a sus demandas, éste siempre ha reaccionado tardía e insuficientemente. Por ello es explicable, aunque no sea justificable, que debido a la exasperación que tal actitud histórica provoca en grupos mapuches, éstos recurran a la violencia. Si bien el Estado no puede renunciar a aplicar la ley, no cabe duda que ha sido inaceptablemente remiso tanto en cambiar la legislación como en abordar a tiempo las demandas de pueblos indígenas tan larga e injustamente postergadas.

Sucede, entonces, lo que se sabe desde antiguo: cuando un problema ineludible no se enfrenta en condiciones de relativa normalidad, se terminará encarando en un clima de emergencia. En el caso de nuestro país, la emergencia consiste, por supuesto, en la prolongada huelga de hambre que han sostenido, con peligro sus vidas, numerosos mapuches privados de libertad. Habla muy mal de nuestro sentido de justicia que las principales preocupaciones parezcan ser la imagen de Chile en el exterior y la posibilidad de que mueran huelguistas coincidiendo con las fechas de celebración del Bicentenario.

En situaciones normales, el Estado no debería ceder ante la presión. Pero esta situación no es normal. Ya es hora que Chile reconozca una injusticia ancestral contra los mapuches y se abra a un diálogo de verdad. El objetivo de éste sería lograr un acuerdo nacional para enmendar agravios históricos. Que tal diálogo llegue a ser posible merced a extremas medidas de presión, es en gran parte responsabilidad de la sociedad y el Estado chilenos. Por supuesto, si se logra acuerdo, se enfatizaría apropiadamente el respeto futuro al principio de autoridad y de observancia de la ley. No obstante, tratar de hacerlo a toda costa, sin mediar un reconocimiento de responsabilidades del Estado, en nombre de la necesidad de no sentar precedentes, sería equivocado. El verdadero precedente que hay que evitar es que el Estado se aferre a las formas, negándose a enfrentar sus culpas.

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